A mediados de los setenta mis padres huyeron con sus dos hijos adolescentes -mi hermano y yo- de la Checoslovaquia comunista. Como participantes en la Primavera de Praga del 68, se vieron cada vez más perseguidos tras la invasión soviética, hasta que les venció la presión en forma de caprichosos encarcelamientos y ocasionales torturas. Al igual que muchos otros checos de aquel entonces, gracias al asilo político pudieron iniciar una nueva vida en un país democrático: Estados Unidos.
El siglo XX fue el del exilio político por excelencia. Con sus ideologías esclavizantes, guerras civiles y mundiales, dictaduras y totalitarismos diversos, el siglo pasado generó oleadas de exiliados que, en algunos casos, cambiaron el mapa étnico de las grandes urbes europeas y americanas. Alemanes, rusos, españoles, judíos y, más recientemente, bosnios y kosovares, serbios y croatas: todos en su momento huyeron de algún horror. La práctica del asilo político salvó decenas de miles de vidas de personas cuya única culpa había sido luchar por la libertad. Sin embargo, en el siglo XXI la situación ha cambiado sustancialmente.
En el año 2005, Adam Osman Mohammed, de 28 años, habitante no árabe de Darfur, llegó a Reino Unido para buscar refugio de la persecución de la que era víctima en Sudán. El pueblo al sur de Darfur donde trabajaba como campesino fue atacado dos veces por las milicias árabes, de modo que Adam se sintió forzado a abandonar su casa con su mujer e hijo pequeño. Halló un nuevo hogar, pero también ahí fue testigo de una masacre de campesinos. La violencia le separó de su familia y Adam escapó al Chad para luego buscar refugio en Reino Unido. Tras varios intentos de conseguir asilo político, todas sus peticiones resultaron definitivamente denegadas y, en marzo del presente año, Adam fue forzosamente repatriado al aeropuerto de Jartum, Sudán. De allí salió hacia Darfur en búsqueda de su familia. Las milicias árabes le siguieron sin que Adam lo supiera. En el momento en que entraba en su casa, le mataron a tiros en presencia de su mujer y su hijo de cuatro años.
Adam no es la única víctima de la "repatriación voluntaria", término eufemístico para esa práctica coercitiva que consiste en devolver a los emigrantes de la Unión Europea a su país de origen. Últimamente Italia ha sido el Estado que más flagrantemente ha violado la Convención de Ginebra sobre los derechos humanos, entre cuyos firmantes figura. Gracias a un acuerdo tácito entre Berlusconi y Gaddafi -acuerdo que selló la visita oficial de Gaddafi a Italia hace unos días-, Italia inició en mayo el bloqueo de los barcos libios con inmigrantes a bordo para devolverlos a su país sin haberles dado la oportunidad de pedir asilo político. Los emigrantes salidos de las costas de Libia procedían de Nigeria, Congo, Irak y Afganistán. Una vez devueltos a Libia -país que no ha firmado los acuerdos de Ginebra y que viola constantemente los derechos humanos-, esos emigrantes ingresaron forzosamente en campos de detención indefinida donde son maltratados.
La Convención de Ginebra obliga a sus signatarios a no devolver los refugiados "a aquellos territorios donde su vida y su libertad se verían amenazadas". Devolver a los emigrantes a un país que no participa en dicha convención es un hecho sin precedentes. Preguntadas sobre ello, las autoridades italianas contestaron que lo que pasara con los emigrantes no era de su incumbencia. Pero todos sabemos que para muchos de esos inmigrantes regresar a sus países significa la muerte por razones políticas.
¿Y España? Tampoco este país tiene la conciencia limpia porque bloqueó los barcos procedentes de Mauritania y Senegal, aunque, eso sí, se trata de Estados firmantes de la Convención de Ginebra. Y recuerdo que hace algo más de seis años, varios periodistas marroquíes expulsados de su país sólo a regañadientes encontraron acogida en la España de Aznar, tras una incansable campaña en su favor llevada a cabo por intelectuales de prestigio internacional, sobre todo por Juan Goytisolo desde Marruecos.
Hoy en día, aunque siguen los totalitarismos y las guerras, parece como si los europeos hubiéramos perdido el interés y la sensibilidad ante los problemas que se sitúan al margen de nuestro territorio. Actualmente la UE concede menos asilos políticos que nunca, tendencia que ha adquirido rango de legalidad con los acuerdos de Schengen.
En Europa sólo se conceden 4.000 asilos al año, la mayoría de ellos en los países escandinavos. Con esa cuota tan baja, Europa no sólo causa grandes tragedias personales y colectivas, sino que es desleal a los principios de los derechos humanos de los que tanto se enorgullece.
Si los europeos deseamos mantener alta nuestra autoestima, deberíamos ampliar sustancialmente la cuota de concesión de asilo político. Deberíamos recordar que en el siglo pasado fuimos nosotros mismos los necesitados e intentar salvar las vidas de los que no tienen la fortuna de vivir en una sociedad democrática, de los que, como Adam Osman Mohammed, pueden encontrar la muerte si no los acogemos.
Monika Zgustova es escritora.
No hay comentarios:
Publicar un comentario