Arrepentidos
Leila Guerreiro
Yo tenía unos cuatro años. Era verano y me había quedado a dormir en casa de mis abuelos. Aquella noche, por algún motivo, desperté en la madrugada y quise volver al departamento de mis padres. Mi abuelo sacó su bicicleta, me sentó en el canasto y empezó a pedalear. Allá fuimos, cruzando la ciudad dormida. La avenida de Arias; la escribanía donde se casó Perón; el cine San Carlos. Sobre el siseo fantasma de las ruedas, mi abuelo me contaba cuentos: el del elefante, el del dragón. Cuando llegamos, tocó timbre, apareció mi padre, y yo dije: “Quiero volver a lo del abuelo”. De pronto, la idea de dormir bajo la galería de chapa y despertar con el canto de los gallos debe haberme parecido inmejorable. ¿Cómo un departamento podía ser mejor que eso? Pero mi padre dijo: “No. Ahora te quedás acá”. Yo supe que me había perdido para siempre una noche magnífica, y estuvo bien. Hay algo que se llama “decisiones” y algo que se llama “consecuencias” y en mi casa, que nunca propició arrepentimientos, el nexo entre ambas cosas se aprendía rápido. En junio pasado, después de la votación que dejó a Inglaterra fuera de la Unión Europea, millones de ciudadanos de ese país, perplejos con el resultado, reclamaron que se votara de nuevo. Muchos habían optado por la salida pero se decían arrepentidos: “Voté a favor del Brexit,pero no creí que mi voto contara. Creí que al final nos quedaríamos”; “Voté por la salida, pero hoy me golpeó la realidad y me han entrado remordimientos”. Creí que mi voto no contaba, voté por irnos pero no pensé que iba a suceder. ¿Con ese razonamiento rudimentario y esa irresponsabilidad pueril votan los ciudadanos de uno de los países más poderosos de la Tierra? ¿Así deciden las cosas importantes quienes deciden, también, dónde arrojar las bombas? Todavía no sé si me da risa, piedad, desprecio o miedo.
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