Escribe Albert Camus que todos tenemos una segunda naturaleza que es inocente. La idea me evoca el concepto de Rousseau de que el hombre nace esencialmente bueno y luego es corrompido por la sociedad.
Me parece que el ser humano alberga en su código genético el instinto del cazador del Paleolítico que le impulsa a utilizar la violencia para sobrevivir. Pero hay también en el fondo de su corazón esa inocencia que proviene de su carácter puramente animal. No estamos fuera del mundo sino que formamos parte del orden natural y, en esa medida, somos como un cristal transparente que atraviesa la luz.
Cuando el hombre aparece más desnudo y más frágil es cuando revela su grandeza. Por el contrario, los oropeles del poder le convierten en un monstruo que carece del sentido de los límites y antepone su egoísmo a los intereses de los demás.
Todo esto se ve en grandes personajes como Napoleón, que abandona a sus tropas en su retirada de Rusia para cortejar a una duquesa polaca. O en la reina María Antonieta, que, ante las desesperadas peticiones de comida por parte de los parisinos, dice a su camarera que, si no hay pan, que el pueblo coma pasteles.
La mente se marchita y el corazón se endurece cuando uno se cree por encima del prójimo. Por el contrario, es en las situaciones de desesperación cuando sacamos lo mejor de nosotros mismos. El dolor es la principal fuente de lucidez.
Es verdad que hay una segunda naturaleza que pugna por salir, pero está profundamente reprimida por la cultura y los hábitos. Cuando he bebido mucho o estoy muy cansado, o cuando estoy afligido, siento que esa parte oculta de mi personalidad está a punto de aflorar. Es como si se levantara un telón y pudiera entrar en contacto con algo que está más allá. Pero todo se desvanece rápidamente como si fuera un espejismo.
Esa segunda naturaleza es inefable, no puede ser dicha, pero está ahí. Freud diría que estoy hablando del inconsciente y algún teólogo cristiano me respondería que eso es el alma. Pero me estoy refiriendo a otra cosa.
Para explicar lo que quiero expresar recurro a la idea de Wittgenstein de que la mente es una cosa más en el mundo. Como si el mundo se pudiera conocer a sí mismo a través del cerebro humano. Es a esta conexión íntima a lo que me refiero.
Soy consciente de que estoy entrando en los terrenos de la mística, pero no quiero hacerlo porque tengo una formación cartesiana y creo en la autonomía de la razón. Pero también he llegado al convencimiento de que existen fuerzas misteriosas que nos impulsan al igual que nuestro planeta es atraído por la gravedad del sol.
La ciencia ha avanzado mucho en los dos últimos siglos y hemos tomado conciencia de las dimensiones del Universo, pero las motivaciones que nos mueven y el funcionamiento de nuestro cerebro siguen siendo un enigma.
En el fondo, no sabemos casi nada de nosotros mismos ni podemos controlar nuestras emociones. Pero eso es lo que hace que la vida merezca la pena de ser exprimida. Resulta mucho más peligrosa la insensibilidad que las penalidades que nos pueda deparar el destino. Aceptemos modestamente nuestra precariedad y entonces podremos empezar a entender.
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