Empezó el día llamando a su madre para preguntarle por los pulmones de papá, que sigue fumando a escondidas, y por la vesícula de ella, que están en que si se la quitan o no. Se despidió asegurándole que el martes, el miércoles a más tardar, iría a verlos y les cambiaría la cortina de la ducha, que lleva rota siete meses. Luego, ya en el coche, de camino al trabajo, activó el manos libres y llamó a su hermano para reprocharle que no se ocupara más de sus padres. Su hermano le colgó a la tercera frase. A media mañana, en un descanso, habló con su mujer, que se encontraba en la cola de una oficina del INEM, adonde había acudido a arreglar los papeles del paro. También llamó a su hija, que no le respondió, como era habitual. Pasó el resto de la jornada trabajando, sin hablar con nadie, pero tras la comida recibió una llamada del servicio técnico de la caldera del gas para anunciarle que suspenderían el mantenimiento si no abonaba las cuotas atrasadas. Respondió que lo suspendieran y se prometió que el domingo desmontaría y montaría la caldera tantas veces como fuera preciso hasta comprender su funcionamiento. Un gasto menos.
A última hora de la tarde, de vuelta a casa, pusieron en la radio una antología de conversaciones telefónicas entre las que figuraban las de Francisco Camps y su esposa con El Bigotes, la de Antonio Miguel Carmona con Luis Pineda, y las de Sonia Castedo con el constructor Enrique Ortiz. Qué diferencia, pensó, entre esas comunicaciones y las suyas; ¡qué atractivas, en su fealdad, las de los políticos con los gánsteres! No obstante, concluyó que el mundo de las comunicaciones, en general, era una mierda. De ahí que cuando su móvil empezó a sonar rechazara la llamada sin mirar de quién era.
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