jueves, 27 de octubre de 2016

Siete menos - Leila Guerreiro



El 20 de octubre, cuando en Buenos Aires la marcha #NiUnaMenos (organizada para visibilizar la violencia contra las mujeres) llegaba a su momento culminante, en Mendoza un hombre mataba a su hermana —con un destornillador— y en Tucumán otro rociaba con alcohol a su pareja y la prendía fuego. Mientras, en mi casa, yo miraba por televisión a una conductora que, después de hablar sentidamente sobre la violencia de género, daba paso a la publicidad: un anuncio de jabón en el que una mujer lavaba la ropa de sus hijos traviesos —varones—, seguido de otro en el que un hombre conducía un auto por paisajes que exudaban libertad, seguido de otro en el que una mujer le enseñaba a su hija a cocinar pollo al horno. En Colombia nos arrojan ácido, en Chile nos arrancan los ojos, en mi país nos prenden fuego. Cada quien cultiva sus bestias. Los hombres nos matan. Nos matan, también, otras cosas. Nos mata la leche infectada que tragamos a diario y que hace que (a todos) nos parezca normal que en las publicidades las mujeres laven ropa y los hombres salgan a conocer el mundo. Que hace que nadie encuentre rastros de sumisión jurásica en la frase (repetida por hombres y mujeres) “tener un hijo es lo más maravilloso que puede pasarle a una mujer”. Que hace que los periodistas sigamos prohijando artículos sobre “la primera mujer conductora de metro” como quien dice: “¡Miren: no son idiotas, pueden accionar palancas!”. Que hace que el cuerpo de una hembra joven parezca más vulnerable que el de un macho joven. Que hace que si dos mujeres viajan juntas se diga que viajan “solas”. Nos mata esa leche infecta que, más que leche de cuna, parece una canción de tumba o una profecía sin escapatoria. (En la Argentina un hombre mata a una mujer por día, de modo que desde aquella marcha y hasta hoy en mi país hay siete mujeres menos y siete ataúdes más).

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