lunes, 19 de diciembre de 2011

Vaclav Havel: un político diferente



Timothy Garton Ash "La revolución inteligente" Diario El País 19 Diciembre 2011
El honor del disidente no proviene de la corona del vencedor político. Havel fue el epítome del disidente porque perseveró en su lucha, con paciencia y sin violencia, con dignidad e inteligencia, y sin saber cuándo llegaría la victoria exterior, e incluso si llegaría. El éxito ya era esa perseverancia y la práctica de la "antipolítica", o la política como el arte de lo imposible. Mientras tanto, analizó el sistema comunista en ensayos profundos pero también con los pies en la tierra y en cartas que mandaba desde la cárcel a su primera mujer, Olga. En su famosa parábola del verdulero schweikiano que coloca en el escaparate de su tienda, entre las manzanas y las cebollas, un letrero que dice “Trabajadores de todos los países, ¡uníos!” —aunque, por supuesto, el hombre no cree ni una palabra de lo que pone— Havel captó la revelación esencial en la que se inspira toda resistencia civil: que incluso los regímenes más opresivos dependen de un grado mínimo de conformidad de la gente a la que gobiernan. En un ensayo fundamental, hablaba del “poder de los que no tienen poder”.

Cuando le llegó la oportunidad de practicar él mismo la resistencia civil, Havel la convirtió en un electrizante teatro político. La plaza Wenceslao de Praga fue el escenario. Un reparto de 300.000 personas habló como una sola. Ninguno de los que estuvieron allí olvidarán nunca la imagen de Havel y Aleksander Dubcek, el héroe del 89 y el héroe del 68, apareciendo hombro con hombro en el balcón: “¡Dubcek-Havel! ¡Dubcek-Havel!” O el sonido de 300.000 llaveros que se agitaban a la vez, como campanas chinas. Rara vez o nunca una minoría tan minúscula se ha convertido tan rápidamente en una gran mayoría. Ojalá que pronto ocurra lo mismo en Birmania.

Pero Checoslovaquia —como todavía se llamaba por aquel entonces— contaba con la ventaja de llegar tarde a la fiesta de 1989. Los polacos, los alemanes del Este y los húngaros ya habían hecho la mayoría del trabajo duro, aprovechando la oportunidad que Gorbachov les brindó. Cuando llegué a Praga y busqué a Václav en su bar de copas favorito, situado en un sótano, bromeé con el hecho de que en Polonia habían tardado diez años, en Hungría diez meses y en Alemania del Este diez semanas, y que quizás, aquí tardarían diez días. Me hizo repetir inmediatamente la ocurrencia ante un equipo de grabación clandestino. Resultó que al cabo de siete semanas era presidente.

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