Días de ayer, nos modelasteis
crudamente y a vuestro modo.
Días de ayer ¡Dios os perdone
lo que habéis hecho de
nosotros!
A un lugar donde viví mucho tiempo
Tierra sin nosotros (1947)
José Hierro
Visiones de Hierro
José Hierro o la poesía como acción de espectros
Por María Ángeles Maeso
José Hierro tiene 14 años cuando estalla la Guerra Civil. Su padre es detenido en 1937 y no saldrá de la cárcel hasta 1941.
En septiembre de 1939, José, con 17 años, es encarcelado por haber intentado ayudar a su padre, se le acusa de pertenecer a una red clandestina de ayuda y socorro a los presos. Es procesado y condenado a doce años y un día de reclusión. Tras haber pasado sucesivamente por los penales de Santander, Comendadoras (Madrid), Palencia, de nuevo Santander, Porlier y Torrijos (Madrid), Segovia y Alcalá de Henares, abandona la cárcel en enero de 1944; pocos días después, muere su padre.
Son datos de una biografía que Hierro solía escamotear. «No tuve intención de ocultarlo ni de contemporizar con el régimen franquista. Simplemente me parecía una ordinariez declarar ‘le voy a contar lo que he sufrido’… Me parecía patético», afirmó en una entrevista de 1991.
Su poesía eludirá igualmente el biografismo sentimentaloide, consciente de que su historia es la de «un hombre común» no la llevará a su obra para sumergirnos en el tremendismo ni en el banderismo panfletario, sino para presentarnos la raíz común, hecha de alegría y dolor, que late en el conflicto de la experiencia que se sabe compartida.
En su primer libro, Tierra sin nosotros (1947), esta experiencia carcelaria queda recogida en un poema titulado pudorosamente así «A un lugar donde viví mucho tiempo». Y ante ese lugar, que es la cárcel, interroga:
¿No te acuerdas de nuestro gozo,
de nuestras risas, nuestros juegos,
de las llamas de nuestros ojos?
Y el poema concluye:
Días de ayer, ¡Dios os perdone
lo que habéis hecho de nosotros!
Por eso, incluso en los primeros libros, (Tierra sin nosotros, 1947, Alegría, 1947, Con las piedras, con el viento, 1950) donde la evocación de esos días terribles de país en guerra y posguerra está tan presente, cabe también una lectura intemporal según las claves que se mantienen en su obra futura: condenación y supervivencia. Dolor y alegría.
Vivimos y morimos muertes y vidas de otros
[….]
Pero vivimos. Llevan nuestras aguas la esencia
De las muertes y vidas de vivos y de muertos.
Ya veis si es bien alegre saber a ciencia cierta
Que hemos nacido para esto.
Y así nos deja una identificación de la alegría con la mera conciencia de saberse vivo, su forma de afirmar de la vida. José Hierro hace de su obra un ejercicio para dar fe de vida, no sólo de su vida, y así es como consigue dar fe de todo su tiempo, y no sólo el de la Quinta del 42, (1952) que es otro de sus libros con el seguirá ahondando en una visión poética del mundo que implica, como toda su obra, una ética de la resistencia.
Su reclamo de la palabra sencilla, sobria, su economía de recursos expresivos tiene como ideal la palabra cantada que nos llega sin intermediarios, por eso trabaja tanto la musicalidad y la plasticidad en cada poema. Repeticiones incesantes y encabalgamientos son sus dos técnicas básicas.
Si el uso del encabalgamiento persigue darle fluidez al discurso, un aspecto narrativo, a veces como de prosa para llegar al buscado aire de naturalidad, el motivo de las reiteraciones obedecerá al conflicto de ese estar sin salida, ya que en la cosmovisión del poeta la vida, concebible unida a un tiempo, a un lugar y a un movimiento, con frecuencia se ve enfrentada a nociones como lo «sin tiempo», «lo sin tierra», o «la inmovilidad».
«Imaginar y recordar / se superponen y confunden» porque la poesía no es otra cosa que «acción / de espectros, vino con remordimientos» dirá en el Libro de las alucinaciones (1964). Vivir, que «del vivir nace el cantar» y «cuando la vida se detiene, escribir sobre lo pasado o sobre lo imposible».
Son elementos que fijan su poética entre el imaginar y el recordar, entre el dolor y la alegría fijados alucinadamente desde el principio, en una veta irracionalista que ya estaba muy presente en Cuanto sé de mí, (1957). De modo que «reportajes» y «alucinaciones» están repartidos por toda su obra porque no hay un José Hierro testimonial y cronista y otro José Hierro imaginativo y alucinado, como muchos nos presentan. Él mismo, en Agenda, (1991) nos dará la clave para deshacer el simplismo reduccionista: «La poesía no se hace con ideas, mi querido Degas (gracias, Stéphane Mallarmé, por recordarlo), sino con palabras. De acuerdo, siempre que no se entienda que estorban las ideas».
Con un desdoblamiento de voces (Cuaderno de Nueva York, 1998) se cierra la obra de un poeta que ha elevado a categoría estética la pérdida y la derrota, la penuria de los acosados y excluidos, la del hombre común.
Miembro de esa promoción de posguerra («Yo creo que está por perfilarse todavía la promoción —o más bien oleada— de posguerra, a la que, por cronología, pertenezco», dijo él) y marcado como ellos por el peso de un pasado vigilante, supo dejarnos como lección intemporal esa que consiste en dignificar la derrota al tiempo que se afirma la vida.
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